- David Topí...
Hace unos 2.500 años, un filósofo indio llamado Kapila formuló una doctrina que explicaba los orígenes del universo, y toda la vida consciente del mismo. Sus conceptos incluían la teoría del «quinto elemento», conocida por muchos gracias a la alquimia y varios textos herméticos, y precedían a las enseñanzas de Aristóteles y Platón.
La filosofía de Kapila se denomina samkya, y se erigió en una de las seis escuelas de la filosofía india clásica, siendo tan importante su incidencia que tuvo consecuencias trascendentales en el pensamiento metafísico budista y la filosofía griega, y extendiéndose hasta la Edad Media a través de los alquimistas europeos. Las huellas de la filosofía samkya aparecen en enseñanzas tales como las diferentes escuelas rosacruces, el “cuarto camino” de Gurdjieff, la masonería, la teosofía, el gnosticismo, etc.
Kapila decía que la conciencia pura e indiferenciada ha existido siempre, que ha estado irradiando eternamente, sin principio ni fin, a través del espacio y el tiempo, expresándose a través de una serie de principios que, en conjunto, podemos generalizar como energía consciente en movimiento.
Para manifestar lo que entendemos por la “Creación”, la energía se condensa en cinco estadios o formas diferentes (elementos), que actúan como bloques de construcción de toda manifestación material, en diversas permutaciones y combinaciones. Estos elementos, todos los cuales proceden del primero de ellos, que los griegos llamaron éter, o en sanscrito se llamaba akasha, son el Aire, el Fuego, el Agua y la Tierra.
Esta antigua lista de elementos es un método rápido para clasificar toda la materia manifestada, y es la base de muchas enseñanzas esotéricas, alquímicas, mágicas y ocultistas de manipulación de la componentes de la realidad según su estado, cada uno con unas propiedades determinadas, que se denominan colectivamente tattwas, un término que viene a designar todas las cosas que poseen esencia, y hay sistemas completos destinados a estudiarlos y aprender a manipularlos a voluntad.
Todo lo que podemos percibir en nuestro plano terrenal se compone de uno o más de estos cinco elementos combinados de varias maneras y en diferentes proporciones. Así mismo, es también la base para la medicina tradicional china, intercambiando y modificando alguno de los nombres de los elementos, y de otras filosofías orientales derivadas de las escuelas místicas de la india.
De la misma manera que estos cinco elementos se combinan para darnos los bloques básicos de construcción de la realidad (partículas cuánticas, partículas subatómicas, átomos, etc.), y nada puede existir sin que haya una relación interdependiente de los mismos para conseguir cualquier otra cosa, los seres humanos nos relacionamos para generar la experiencia de la vida humana, y nada se puede conseguir sin la existencia de estas relaciones.
La relacionalidad de la vida humana
En los años 80, un filósofo llamado James Care escribió que la manera en que las personas solemos ver el mundo hoy en día está totalmente en contra a como la vida nos ha creado para verla [originariamente, antes de las varias manipulaciones genéticas sufridas].
Las relaciones humanas entre dos personas, por ejemplo, están basadas en una interacción que suele durar una duración finita de tiempo, que tiene una serie de reglas y normas para que se lleve a cabo, y en la cual, en muchas ocasiones, de esa interacción sale alguien que gana algo, y alguien que pierde algo (en ello se basan los deportes, el mundo financiero, educativo, la economía en la que se sustenta nuestro día a día, etc.).
Es un tipo de relación en el que siempre prevalece el individualismo y el servicio a uno mismo. Sin embargo, decía James Care, este individualismo y las sociedades basadas en el mismo no son más que una ficción, ya que no existe tal cosa como un único individuo separado de su contexto y aislado, que pueda existir y desarrollarse como tal sin apoyarse en los demás y necesitarse mutuamente, sino que toda la experiencia humana está constituida por roles y relaciones entre nosotros, ya que vivimos en el mundo, y somos parte del mundo, o, como dice un mantra que suelo usar mucho para recordar mi porqué en esta encarnación: “soy una célula en el cuerpo de la humanidad, y estoy al servicio de la totalidad”.
Todos dependemos de todos
No hay nada que el ser humano pueda llevar a cabo sin tener en cuenta los elementos y personas que le rodean. Sabemos, y hemos hablado en otros artículos y conferencias, que es el programa ego de gestión de nuestra psique lo que nos da la ilusión de la separación y de la individualidad, y lo que nos hace vernos como seres aislados, pero todo lo que hacemos y somos depende de todo lo demás, y nada puede ser hecho o alcanzado sin tener en cuenta las relaciones con objetos, elementos y personas involucradas, por lo que la filosofía de vida que está más alineada con nuestro propósito y función no es nunca la filosofía de la individualidad, sino la de la relacionalidad e interdependencia de todos con todos.
En este aspecto, todos necesitándonos a todos, y todos trabajando con todos, es una forma de existencia que fluye con los principios de la vida que rigen el planeta, sin principio ni fin, un tipo de relación con el entorno, los otros reinos de la naturaleza y el resto de la raza humana donde el enfoque está puesto en reforzar los lazos y las conexiones de las que penden nuestros crecimientos mutuos, para poder resolver situaciones cada vez más grandes con la fuerza de la unidad.
Para solventar paradojas a la hora de entender bien el concepto de individualidad contra el que James Care escribe, hemos de ver a esta principalmente como un componente en el trabajo personal de mirar hacia nuestro interior para conocernos mejor, sanarnos, desprogramarnos, autoevaluarnos y observarnos, etc., ya que es el único aspecto que nadie puede mirar o hacer por ti, y del que no dependes de nadie para poder hacerlo, pero si que puedes necesitar a los demás para ayudarte a ello.
Pero, perfectamente alineado, resulta también que el trabajo de cambiar en nuestro interior para poder cambiar el mundo exterior pasa también por ver esa ilusión de individualidad en lo más recóndito de cada uno, y ya cuando hemos removidos unas cuantas capas de filtros, velos y programas mentales, aparecen atisbos de que viajando hacia el interior de ti mismo para cambiarte y crecer, llegas al corazón de los campos de consciencia que unen todas las cosas y todas las personas, volviendo a darte cuenta que el mundo exterior, de nuevo, cumple con las ideas a rajatabla de que todo depende de todo, y que los limites que nos ponemos para definir donde termino yo y donde empiezas tu son solo una construcción de la mente, en la parte más terrenal de los múltiples niveles que componen nuestra existencia.
La ley de correspondencias
Los antiguos filósofos ya se dieron cuenta de que si todo depende de todo y todas las personas dependen de todas las personas, debe haber algún tipo de ley cósmica o universal que rija estas dependencias. Hace un par de años, en este otro articulo, ya explicamos porqué se corresponden ciertas cosas con ciertas otras cosas, basándonos en la ley de las octavas.
Habréis leído hasta la saciedad que lo que buscas “ahí fuera” lo tienes entrando “hacia dentro”. Porque es lo mismo. No es que seamos parte del universo. Es que todo el universo es parte de nosotros, está en nosotros. El más absoluto infinito se concentra en la parte más pequeña de cada una de nuestras células. ¿Es esto correcto? ¿Cómo puede algo “finito” como nosotros, un ser humano, “ser” algo infinito como el Universo?
Fractales infinitos
La respuesta está en lo que se llama un fractal. Un fractal es una representación geométrica que puede ser dividida hasta el infinito y conserva su misma forma, estructural, potencial, etc. Fijaros en la figura siguiente. Es la conocida estrella de David, símbolo de muchísimas culturas que se pierden en la antigüedad (y mal apropiada por alguna actual). Imaginaros una de vuestras células, la más pequeña, como el círculo que rodea la figura.
Este espacio es finito, está acotado, es fácil de entender que tiene límites. Ahora insertamos una figura geométrica en su interior, un triángulo equilátero, mejor dicho, dos. Uno hacia arriba, y otro hacia abajo. Buscamos una representación geométrica que nos explique cómo el infinito puede estar contenido en algo finito, y este es el modelo que lo explica.
¿Y por qué dos triángulos y no otra cosa? Porque representan la dualidad de nuestro universo y la doble polaridad de todo lo que existe. Existimos en una realidad en la cual percibimos que no existe blanco sin negro, ni frío sin calor, una cosa y su contrario, por eso este símbolo representa la dualidad.
¿Es correcta esa percepción?
No. Todo funciona por triadas, y al ser humano le falta ver la realidad a través de la tercera energía o polaridad, la energía neutra o equilibrante, pero por la manipulación de la esfera de consciencia sufrida en los albores de nuestra creación no podemos ver los tres componentes que forman todo lo que existe, y por eso vivimos bajo la ilusión de la dualidad.
Volviendo a la figura, en estos momentos seguimos teniendo un espacio finito (el interior del círculo) acotado por la circunferencia que representa ser un átomo nuestro, una célula o nuestro cuerpo entero, el límite que defina no tiene importancia. ¿Cómo metemos algo infinito en ello? Si para cada uno de los nuevos triángulos resultantes vamos añadiendo más triángulos, dividiendo estos que ya hemos creado, tal y como veis en la figura siguiente, volvemos a obtener nuevas estrellas de David de tamaño menor, pero siempre totalmente completas, con las mismas características y propiedades que la estrella “madre”, los mismos ángulos, las mismas proporciones, etc.
Cada una de esas divisiones crea la misma forma que el dibujo original, y lo que es mejor, podemos seguir así hasta el infinito, porque cada estrella nueva que se crea, puede ser dividida de nuevo hasta donde queramos, suponiendo que pudiéramos tener un microscopio tan potente que nos permitiera ver esas subdivisiones tan pequeñas hasta el infinito. Y, además, para cada nivel en el que dividimos, tenemos un nuevo círculo que lo rodea que representa el límite ilusorio de algo acotado que tiene ese subnivel.
Todo conectado con todo
Gracias a este proceso existe el infinito dentro de un espacio finito y esta es la respuesta que nos permite entender cómo todo el universo puede estar dentro del más pequeño de nuestros átomos, porque cada célula nuestra es un fractal que está conectado con todo el universo que existe en la célula, persona o silla de al lado (tal y como están conectadas entre sí todas las mini estrellas de David que salen en la figura). Es la ley de la correspondencia hacia arriba, o hacia abajo, hacia dentro o hacia afuera, es el modelo de las relaciones humanas, de la vida, de la consciencia, en cualquier plano, en cualquier dimensión, en cualquier nivel.
El infinito, el universo y todos sus planos existenciales están en nosotros y una parte del Todo no puede existir sin la parte de al lado. No existe individualidad como tal, como concepto de una parte aislada del resto que pueda hacer algo sin la concordancia y existencia del resto de partes que forman el conjunto mayor al que pertenece.
Y, por el mismo motivo, no existe acción, por pequeña que sea, que una de las micro-micro-figuras fractales realizara, que no afecte si o si a todo el conjunto, de ahí que no hay pensamiento, acción o energía movida, creada o emitida por el ser humano, que no tenga repercusión, en su justa medida, en todos y cada uno del resto de fractales de la Creación. El “efecto mariposa”, del cual seguro habréis oído hablar, nace de este concepto.
Todo está conectado, todo es interdependiente, todo afecta a todo, y quizás lleguemos a tener todos esta visión del mundo, en algún momento de nuestro periplo evolutivo como especie. Requiere algo que pocos humanos han llegado hasta el momento a ser conscientes en cada momento de sus vidas, pero es una de esas cosas que esperan a ser descubiertas más allá del velo de la ilusión de nuestra realidad percibida, manipuladamente, como individual y separada de todo lo demás.
un abrazo,
David Topí
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