lunes, 31 de octubre de 2016

ESPIRITUALIDAD Y SALUD




 Compartimos este hermoso mensaje enviado por nuestra apreciada hermana y amiga Carmen Santiago

Espacios de vida abundante

Era mi séptima visita al Monte Shasta. Esta vez me esperaban 10 días maravillosos en esa zona del planeta tan sagrada y tan amada. Caminándola nuevamente sentí el poder inmenso que contienen los espacios neutros de  vida abundante. El cielo azul intenso, la nieve blanca y brillante, las gigantescas rocas que encuentras al subir por sus senderos, el agua de manantial o de deshielo que surge de repente y calma tu sed, los pinos majestuosos que le sirven de base y el silencio profundo que todo lo embarga hacen que te deslices, sin esfuerzo, a las zonas neutras de vida abundante, sumergido en el eterno presente.
 
Hay lugares, como esta mágica montaña, que te sumergen en el presente y auspician ese encuentro consciente con el Alma, pero es posible y también necesario que logremos ese encuentro en cualquier parte.
 
Hace mucho que descubrí que el camino espiritual se recorre quitando y no añadiendo. Hemos acumulado infinidad de cosas de este mundo que velan la luz del alma; como si el sol brillara radiante en todo su esplendor, pero no puede entrar al recinto de aquel que tiene todas sus ventanas tapadas y se queda sumido en la oscuridad.
 
Nuestro intelecto no para de pensar, divide y separa para conocer, y rara vez se encuentra en el presente. Nos hemos acostumbrado a estar en acción, sin parar. Hay que aprender la sabiduría de la pausa que permite que el movimiento de la acción sea equilibrado y a la vez nos prepara para penetrar en el silencio de los espacios de vida abundante, las zonas de profunda neutralidad.
 
Se dice que el Espacio está lleno de estos centros de neutralidad que son la tercera fuerza del Universo, que están más allá de la energía positiva y la negativa, y son el principio y fin de todas las cosas, la esencia vital misma. En nosotros existen estos espacios y es ahí en donde tenemos que colocarnos para ser conscientes del Alma. Desde estos espacios neutros, la vida se hace más ella misma, y se nos devela el rostro del Ángel de la Presencia.
 
Cuando haces pausa y observas la belleza de lo que te rodea, el detalle de la creación, la luz que revela y sientes la vida que es abundante porque no tiene grados, porque siempre está completa; en esa pausa entre una actividad y otra, estás acercándote al Alma.
 
Hay lugares que auspician ese contacto, como el Monte Shasta, pero la verdadera clave es el silencio y la pausa.
 
Puedo sugerirte un método para que practiques en tu casa. Haces las oraciones o decretos de tu preferencia. Y cuando sientas que estás alineado y en paz te enfocas en tu campo mental y te dices: nada elijo, no juzgo. Luego te colocas en tu esfera emocional y dices mentalmente: me sostengo sin apegos, sin preferencias, sin aversiones.  Luego te enfocas en tu cuerpo etérico y observas los espacios entre las diferentes líneas de energías de ese cuerpo y te enfocas en los espacios inter-atómicos de tu cuerpo físico.
 
Te mantienes siguiendo el ritmo de la respiración y observando los espacios entre la inhalación y la exhalación. Y te dejas fluir, te dejas llevar por ese estado neutro de la vida. Si lo logras, penetrarás con certeza en la Cámara Secreta, el Sanctum Sanctorum de tu corazón, que es el corazón de Humanidad.
 
Practica la neutralidad en cada momento de tu vida. Ante un conflicto, no tomes partido y sé la fuerza neutra que auspicia la unión de las partes en contienda. Visualiza tus espacios neutros y respira con la certeza de que tienes el poder de permanecer en ese estado en el que eres uno con al Alma. Cuando eso sucede irradias en todas direcciones y entonces, así como brotan los manantiales, así brota de ti la vida abundante, llena de amor y de compasión.
 
Día a día con la intención sostenida, el deseo de servir, la práctica de la pausa, el silencio, el ritmo, la observación silenciosa, el amor y el empeño de mantenerte neutral en la vida diaria, ¡lo lograrás!
 
Desde el espacio neutro de mi corazón, te abrazo. (Carmen Santiago)

sábado, 29 de octubre de 2016

Enfermedad y síntoma.









El entendimiento humano
no puede aprehender la verdadera enseñanza.
Pero cuando dudéis
y no entendáis
gustosamente
dialogaré con vosotros.

YOKA DAISI SHODOKA



Vivimos en una época en la que la medicina continuamente ofrece al asombrado profano nuevas soluciones, fruto de unas posibilidades que rayan en lo milagroso. Pero, al mismo tiempo, se hacen más audibles las voces de desconfianza hacia esta casi omnipotente medicina moderna. Es cada día mayor el número de los que confían más en los métodos, antiguos o modernos, de la medicina naturista o de la medicina homeopática, que en la archicientífica medicina académica. No faltan los motivos de crítica —efectos secundarios, mutación de los síntomas, falta de humanidad, costes exorbitantes y otros muchos— pero más interesante que los motivos de crítica es la existencia de la crítica en sí, ya que, antes de concretarse racionalmente, la crítica responde a un sentimiento difuso de que algo falla y que el camino emprendido, a pesar de que la acción se desarrolla de forma consecuente, o precisamente a causa de ello, no conduce al objetivo deseado. Esta inquietud es común a muchas personas, entre ellas no pocos médicos jóvenes. 

De todos modos, la unanimidad se rompe cuando de proponer alternativas se trata. Para unos la solución está en la socialización de la medicina, para otros, en la sustitución de la quimioterapia por remedios naturales y vegetales. Mientras unos ven la solución de todos los problemas en la investigación de las radiaciones telúricas, otros propugnan la homeopatía. Los acupuntores y los investigadores de los focos abogan por desplazar la atención del plano morfológico al plano energético de la fisiología. Si contemplamos en su conjunto todos los esfuerzos y métodos extraacadémicos, observamos, además de una gran receptividad para toda la diversidad de métodos, el afán de considerar al ser humano en su totalidad como ente físico–psíquico. Ya para nadie es un secreto que la medicina académica ha perdido de vista al ser humano. La superespecialización y el análisis son los conceptos fundamentales en los que se basa la investigación, pero estos métodos, al tiempo que proporcionan un conocimiento del detalle más minucioso y preciso, hacen que el todo se diluya.

Si prestamos atención al animado debate que se mantiene en el mundo de la medicina, observamos que, generalmente, se discute de los métodos y de su funcionamiento y que, hasta ahora, se ha hablado muy poco de la teoría o filosofía de la medicina. Si bien es cierto que la medicina se sirve en gran medida de operaciones concretas y prácticas, en cada una de ellas se expresa —deliberada o inconscientemente— la filosofía determinante. La medicina moderna no falla por falta de posibilidades de actuación sino por el concepto sobre el que —a menudo implícita e irreflexivamente— basa su actuación. La medicina falla por su filosofía o, más exactamente, por su falta de filosofía. Hasta ahora, la actuación de la medicina responde sólo a criterios de funcionalidad y eficacia; la falta de un fondo le ha valido el calificativo de «inhumana». Si bien esta inhumanidad se manifiesta en muchas situaciones concretas y externas, no es un defecto que pueda remediarse con simples modificaciones funcionales. Muchos síntomas indican que la medicina está enferma. 

Y tampoco esta «paciente» puede curarse a base de tratar los síntomas. Sin embargo, la mayoría de críticos de la medicina académica y propagandistas de formas de curación alternativas asumen automáticamente el criterio de la medicina académica y concentran todas sus energías en la modificación de las formas (métodos).

Nos proponemos ocuparnos del problema de la enfermedad y la curación. Pero nosotros no nos atenemos a los valores consabidos y que todos consideran indispensables. Desde luego, ello hace nuestro propósito difícil y peligroso, ya que comporta indagar sin escrúpulos en terreno considerado vedado por la colectividad. Somos conscientes de que el paso que damos no será el que vaya a dar la medicina en su desarrollo. Nosotros, con nuestro planteamiento, nos saltamos muchos de los pasos que ahora aguardan a la medicina, la perfecta comprensión de los cuales ha de dar la perspectiva necesaria para asumir el concepto que se presenta. Por ello, con esta exposición no pretendemos contribuir al desarrollo de la medicina en general sino que nos dirigimos a esos individuos cuya visión personal se anticipa un poco al (un tanto premioso) ritmo general.

Los procesos funcionales nunca tienen significado en sí. El significado de un hecho se nos revela por la interpretación que le atribuimos. Por ejemplo, la subida de una columna de mercurio en un tubo de cristal carece de significado hasta que interpretamos este hecho como manifestación de un cambio de temperatura. Cuando las personas dejan de interpretar los hechos que ocurren en el mundo y el curso de su propio destino, su existencia se disipa en la incoherencia y el absurdo. Para interpretar una cosa hace falta un marco de referencia que se encuentre fuera del plano en el que se manifiesta lo que se ha de interpretar. Por lo tanto, los procesos de este mundo material de las formas no pueden ser interpretados sin recurrir a un marco de referencia metafísico. Hasta que el mundo visible de las formas «se convierte en alegoría» (Goethe) no adquiere sentido y significado para el ser humano. Del mismo modo que la letra y el número son exponentes de una idea subyacente, todo lo visible, todo lo concreto y funcional es únicamente expresión de una idea y, por lo tanto, intermediario hacia lo invisible. 

En síntesis podemos llamar a estos dos campos forma y contenido. En la forma se manifiesta el contenido que es el que da significado a la forma. Los signos de escritura que no transmiten ideas ni significado resultan tontos y vacíos. Y esto no lo cambiará el análisis de los signos, por minucioso que sea. Otro tanto ocurre en el arte. El valor de una pintura no reside en la calidad de la tela y los colores; los componentes materiales del cuadro son portadores y transmisores de una idea, una imagen interior del artista. El lienzo y el color permiten la visualización de lo invisible y son, por lo tanto, expresión física de un contenido metafísico.

Con estos sencillos ejemplos hemos intentado explicar el método que se sigue para la interpretación de los temas de enfermedad y curación. Nosotros abandonamos explícita y deliberadamente el terreno de la «medicina científica». Nosotros no tenemos pretensiones de «científicos», ya que nuestro punto de partida es muy distinto. La argumentación o la crítica científica no serán, pues, objeto de nuestra consideración. Nos apartamos deliberadamente del marco científico porque éste se limita precisamente al plano funcional y, por ello impide que se manifieste el significado. Esta exposición no se dirige a racionalistas y materialistas declarados, sino a aquellas personas que estén dispuestas a seguir los senderos tortuosos y no siempre lógicos de la mente humana. Serán buenos compañeros para este viaje por el alma humana un pensamiento ágil, imaginación, ironía y buen oído para los trasfondos del lenguaje. Nuestro empeño exige también tolerancia a las paradojas y la ambivalencia, y excluye la pretensión de alcanzar inmediatamente la unívoca iluminación, mediante la destrucción de una de las opciones.

Tanto en medicina como en el lenguaje popular se habla de las más diversas enfermedades. Esta inexactitud verbal indica claramente la universal incomprensión que sufre el concepto de enfermedad. La enfermedad es una palabra que sólo debería tener singular; decir enfermedades, en plural, es tan tonto como decir saludes. Enfermedad y salud son conceptos singulares, por cuanto que se refieren a un estado del ser humano y no a órganos o partes del cuerpo, como parece querer indicar el lenguaje habitual. El cuerpo nunca está enfermo ni sano ya que en él sólo se manifiestan las informaciones de la mente. El cuerpo no hace nada por sí mismo. Para comprobarlo, basta ver un cadáver. El cuerpo de una persona viva debe su funcionamiento precisamente a estas dos instancias inmateriales que solemos llamar conciencia (alma) y vida (espíritu). La conciencia emite la información que se manifiesta y se hace visible en el cuerpo. La conciencia es al cuerpo lo que un programa de radio al receptor. 

Dado que la conciencia representa una cualidad inmaterial y propia, naturalmente, no es producto del cuerpo ni depende de la existencia de éste.

Lo que ocurre en el cuerpo de un ser viviente es expresión de una información o concreción de la imagen correspondiente (imagen en griego es eidolon y se refiere también al concepto de la «idea»). Cuando el pulso y el corazón siguen un ritmo determinado, la temperatura corporal mantiene un nivel constante, las glándulas segregan hormonas y en el organismo se forman anticuerpos. Estas funciones no pueden explicarse por la materia en sí, sino que dependen de una información concreta, cuyo punto de partida es la conciencia. Cuando las distintas funciones corporales se conjugan de un modo determinado se produce un modelo que nos parece armonioso y por ello lo llamamos salud. Si una de las funciones se perturba, la armonía del conjunto se rompe y entonces hablamos de enfermedad.

Enfermedad significa, pues, la pérdida de una armonía o, también, el trastorno de un orden hasta ahora equilibrado (después veremos que, en realidad, contemplada desde otro punto de vista, la enfermedad es la instauración de un equilibrio). Ahora bien, la pérdida de armonía se produce en la conciencia, en el plano de la información, y en el cuerpo sólo se muestra. Por consiguiente, el cuerpo es vehículo de la manifestación o realización de todos los procesos y cambios que se producen en la conciencia. Así, si todo el mundo material no es sino el escenario en el que se plasma el juego de los arquetipos, con lo que se convierte en alegoría, también el cuerpo material es el escenario en el que se manifiestan las imágenes de la conciencia. Por lo tanto, si una persona sufre un desequilibrio en su conciencia, ello se manifestará en su cuerpo en forma de síntoma. 

Por lo tanto, es un error afirmar que el cuerpo está enfermo —enfermo sólo puede estarlo el ser humano—, por más que el estado de enfermedad se manifieste en el cuerpo como síntoma. (¡En la representación de una tragedia, lo trágico no es el escenario sino la obra!)

Síntomas hay muchos, pero todos son expresión de un único e invariable proceso que llamamos enfermedad y que se produce siempre en la conciencia de una persona. Sin la conciencia, pues, el cuerpo no puede vivir ni puede «enfermar». Aquí conviene entender que nosotros no suscribimos la habitual división de las enfermedades en somáticas, psicosomáticas, psíquicas y espirituales. Esta clasificación sirve más para impedir la comprensión de la enfermedad que para facilitarla.

Nuestro planteamiento coincide en parte con el modelo psicosomático, aunque con la diferencia de que nosotros aplicamos esta visión a todos los síntomas sin excepción. La distinción entre «somático» y «psíquico» puede referirse, a lo sumo, al plano en el que el síntoma se manifiesta, pero no sirve para ubicar la enfermedad. El antiguo concepto de las enfermedades del espíritu es totalmente equívoco, dado que el espíritu nunca puede enfermar: se trata exclusivamente de síntomas que se manifiestan en el plano psíquico, es decir, en la conciencia del individuo.

Aquí trataremos de trazar un cuadro unitario de la enfermedad que, a lo sumo, sitúe la diferenciación «somático» / «psíquico» en el plano de la manifestación del síntoma que predomine en cada caso.

Con la diferenciación entre enfermedad (plano de la conciencia) y síntoma (plano corporal) nuestro examen se desplaza del análisis habitual de los procesos corporales hacia una contemplación hoy insólita del plano psíquico. Por lo tanto, actuamos como un crítico que no trata de mejorar una mala obra teatral analizando y cambiando los decorados, el atrezzo y los actores, sino que contempla la obra en sí.

Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste (más o menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia bruscamente, la continuidad de la vida diaria. Un síntoma es una señal que atrae atención, interés y energía y, por lo tanto, impide la vida normal. Un síntoma nos reclama atención, lo queramos o no. Esta interrupción que nos parece llegar de fuera nos produce una molestia y desde ese momento no tenemos más que un objetivo: eliminar la molestia. El ser humano no quiere ser molestado, y ello hace que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención y dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de él.

Desde los tiempos de Hipócrates, la medicina académica ha tratado de convencer a los enfermos de que un síntoma es un hecho más o menos fortuito cuya causa debe buscarse en los procesos funcionales en los que tan afanosamente se investiga. La medicina académica evita cuidadosamente la interpretación del síntoma, con lo que destierra tanto al síntoma como a la enfermedad al ámbito de lo incongruente. Con ello, la señal pierde su auténtica función; los síntomas se convierten en señales incomprensibles.

Vamos a poner un ejemplo: un automóvil lleva varios indicadores luminosos que sólo se encienden cuando existe una grave anomalía en el funcionamiento del vehículo. Si, durante un viaje, se enciende uno de los indicadores, ello nos contraría. Nos sentimos obligados por la señal a interrumpir el viaje. Por más que nos moleste parar, comprendemos que sería una estupidez enfadarse con la lucecita; al fin y al cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros no podríamos descubrir con tanta rapidez, ya que se encuentra en una zona que nos es «inaccesible». Por lo tanto, nosotros interpretamos el aviso de la lucecita como recomendación de que llamemos a un mecánico que arregle lo que haya que arreglar para que la lucecita se apague y nosotros podamos seguir viaje. Pero nos indignaríamos, y con razón, si, para conseguir este objetivo, el mecánico se limitara a quitar la lámpara. 

Desde luego, el indicador ya no estaría encendido –y eso es lo que nosotros queríamos–, pero el procedimiento utilizado para conseguirlo sería muy simplista. Lo procedente es eliminar la causa de que se encienda la señal, no quitar la bombilla. Pero para ello habrá que apartar la mirada de la señal y dirigirla a zonas más profundas, a fin de averiguar qué es lo que no funciona. La señal sólo quería avisarnos y hacer que nos preguntáramos qué ocurría.

Lo que en el ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es el síntoma. Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma es la expresión visible de un proceso invisible y con su señal pretende interrumpir nuestro proceder habitual, avisarnos de una anomalía y obligarnos a hacer una indagación. También en este caso, es una estupidez enfadarse con el síntoma y, absurdo, tratar de suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos eliminar no es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos descubrir qué es lo que nos señala el síntoma, tenemos que apartar la mirada de él y buscar más allá.

Pero la medicina académica es incapaz de dar este paso, y en esto radica su problema: se deja fascinar por los síntomas. Por ello, equipara síntomas y enfermedad, es decir, no puede separar la forma del contenido. Por ello, no se regatean los recursos de la técnica para tratar órganos y partes del cuerpo, mientras se descuida al individuo que está enfermo. Se trata de impedir que aparezcan los síntomas, sin considerar la viabilidad ni la racionalidad de este propósito. Asombra ver lo poco que el realismo consigue frenar la frenética carrera en pos de este objetivo. A fin de cuentas, desde la llegada de la llamada moderna medicina científica, el número de enfermos no ha disminuido ni en una fracción del uno por ciento. Ahora hay tantos enfermos como hubo siempre —aunque los síntomas sean otros—. Esta cruda verdad es disfrazada con estadísticas que se refieren sólo a unos grupos de síntomas determinados. 

Por ejemplo, se pregona el triunfo sobre las enfermedades infecciosas, sin mencionar qué otros síntomas han aumentado en importancia y frecuencia durante el mismo período.

El estudio no será fiable hasta que, en vez de considerar los síntomas, se considere la «enfermedad en sí», y ésta ni ha disminuido ni parece que vaya a disminuir. La enfermedad arraiga en el ser tan hondo como la muerte y no se la puede eliminar con unas cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. Si el hombre comprendiera la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte, vería lo ridículo del empeño de combatirla con sus fuerzas. Naturalmente, de semejante desengaño puede uno protegerse por el procedimiento de reducir la enfermedad y la muerte a simples funciones y así poder seguir creyendo en la propia grandeza y poder.

En suma, la enfermedad es un estado que indica que el individuo, en su conciencia, ha dejado de estar en orden o armonía. Esta pérdida del equilibrio interno se manifiesta en el cuerpo en forma de síntoma. El síntoma es, pues, señal y portador de información, ya que con su aparición interrumpe el ritmo de nuestra vida y nos obliga a estar pendientes de él. El síntoma nos señala que nosotros, como individuo, como ser dotado de alma, estamos enfermos, es decir, que hemos perdido el equilibrio de las fuerzas del alma. El síntoma nos informa de que algo falla. Denota un defecto, una falta. La conciencia ha reparado en que, para estar sanos, nos falta algo. Esta carencia se manifiesta en el cuerpo como síntoma. El síntoma es, pues, el aviso de que algo falta.

Cuando el individuo comprende la diferencia entre enfermedad y síntoma, su actitud básica y su relación con la enfermedad se modifican rápidamente. Ya no considera el síntoma como su gran enemigo cuya destrucción debe ser su mayor objetivo sino que descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le falta y así vencer la enfermedad. Porque entonces el síntoma será como el maestro que nos ayude a atender a nuestro desarrollo y conocimiento, un maestro severo que será duro con nosotros si nos negamos a aprender la lección más importante. La enfermedad no tiene más que un fin: ayudarnos a subsanar nuestras «faltas» y hacernos sanos.

El síntoma puede decirnos qué es lo que nos falta —pero para entenderlo tenemos que aprender su lenguaje—. Decimos reaprender, ya que este lenguaje ha existido siempre, y por lo tanto, no se trata de inventarlo, sino, sencillamente, de recuperarlo. El lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de la relación entre el cuerpo y la mente. Si conseguimos redescubrir esta ambivalencia del lenguaje, pronto podremos oír y entender lo que nos dicen los síntomas. Y nos dicen cosas más importantes que nuestros semejantes, ya que son compañeros más íntimos, nos pertenecen por entero y son los únicos que nos conocen de verdad.

Esto, desde luego, supone una sinceridad difícil de soportar. Nuestro mejor amigo nunca se atrevería a decirnos la verdad tan crudamente como nos la dicen siempre los síntomas. No es, pues, de extrañar que nosotros hayamos optado por olvidar el lenguaje de los síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir engañado. Pero no por cerrar los ojos ni hacer oídos sordos conseguiremos que los síntomas desaparezcan. Siempre, de un modo o de otro, tenemos que andar a vueltas con ellos. Si nos atrevemos a prestarles atención y establecer comunicación, serán guías infalibles en el camino de la verdadera curación. Al decirnos lo que en realidad nos falta, al exponernos el tema que nosotros debemos asumir conscientemente, nos permiten conseguir que, por medio de procesos de aprendizaje y asimilación consciente, los síntomas en sí resulten superfluos.

Aquí está la diferencia entre combatir la enfermedad y transmutar la enfermedad. La curación se produce exclusivamente desde una enfermedad transmutada, nunca desde un síntoma derrotado, ya que la curación significa que el ser humano se hace más sano, más completo (con el aumentativo de completo, gramaticalmente incorrecto, se pretende indicar más próximo a la perfección; por cierto, tampoco sano admite aumentativo). Curación significa redención, aproximación a esa plenitud de la conciencia que también se llama iluminación. La curación se consigue incorporando lo que falta y, por lo tanto, no es posible sin una expansión de la conciencia. Enfermedad y curación son conceptos que pertenecen exclusivamente a la conciencia, por lo que no pueden aplicarse al cuerpo, pues un cuerpo no está enfermo ni sano. En él sólo se reflejan, en cada caso, estados de la conciencia.

Sólo en este contexto puede criticarse la medicina académica. La medicina académica habla de curación sin tomar en consideración este plano, el único en el que es posible la curación. No tenemos intención de criticar la actuación de la medicina en sí, siempre y cuando ésta no manifieste con ella la pretensión de curar. La medicina se limita a adoptar medidas puramente funcionales que, como tales, no son ni buenas ni malas sino intervenciones viables en el plano material. En este plano la medicina puede ser, incluso, asombrosamente buena; no se pueden condenar todos sus métodos en bloque; sí acaso, para uno mismo, nunca para otros. Aquí se plantea, pues, la disyuntiva de sí uno va a porfiar en el intento de cambiar el mundo por medidas funcionales o si ha comprendido que ello es vano empeño y, por lo que le atañe personalmente, desiste. 

El que ha visto la trampa del juego no tiene por qué seguir jugando (... aunque nada se lo impedirá, desde luego), pero no tiene derecho a estropear la partida a los demás, porque, a fin de cuentas, también perseguir una ilusión nos hace avanzar.

Por lo tanto, se trata menos de lo que se hace que de tener conocimiento de lo que se hace. El que haya seguido nuestro razonamiento, observará que nuestra crítica se dirige tanto a la medicina natural como a la académica, pues también aquélla trata de conseguir la «curación» con medidas funcionales y habla de impedir la enfermedad y de llevar vida sana. La filosofía es, pues, la misma; sólo los métodos son un poco menos tóxicos y más naturales. (No hacemos referencia a la homeopatía que no se alinea ni con la medicina académica ni con la natural.)

El camino del individuo va de lo insano a lo sano, de la enfermedad a la salud y a la salvación. La enfermedad no es un obstáculo que se cruza en el camino, sino que la enfermedad en sí es el camino por el que el individuo va hacia la curación. Cuanto más conscientemente contemplemos el camino, mejor podrá cumplir su cometido. Nuestro propósito no es combatir la enfermedad, sino servirnos de ella; para conseguir esto tenemos que ampliar nuestro horizonte.


Extracto de LA ENFERMEDAD COMO CAMINO
THORWALD DETHLEFSEN y RUDIGER DAHLKE
Título original: Krankheit als Weg

viernes, 28 de octubre de 2016

La infravaloración y el servicio a otros - David Topí..



Publicado por Alicia Prada..



El sentimiento de infravaloración es uno de los más potentes en el ser humano a la hora de bloquear todo tipo de manifestación en nuestras vidas de algo que puede tener un impacto tremendamente positivo en otros, y que, por no creer que pueda ser así, por no creer que podemos hacerlo, por creer que no somos lo suficiente “algo” para ello, aquello que hacemos se queda a medias, o se manifiesta en su mínima expresión, cuando no se bloquea o paraliza por completo.

Por el solo hecho de ser parte de este mundo, y de haber decidido encarnar como parte de la raza humana, hay algo que puedes hacer, compartir y entregar a los demás. Todos venimos con un propósito y más en estos momentos de cambio evolutivo. Los proyectos que tenemos, las habilidades que poseemos y el propósito y misión de cada uno, suele ser algo que, en general, desde fuera son más perceptibles y aceptados por los demás que por nosotros mismos.

Cuando cierro los ojos y me pregunto porqué alguna de las cosas que pongo en marcha se quedan a medias, o porqué no les doy el valor que otros me dicen que tienen, veo en el sótano de mi subconsciente a un mini-David al que, por alguna razón, le han dicho, se ha dicho, o se ha generado la ilusión de que eso, aquello o uno mismo, no tiene el suficiente valor físico, energético, espiritual, o del tipo que sea, para que sea importante para los demás o para mi mismo, y en consecuencia, su materialización corre a suerte de que energía es la más potente, si mi personalidad consciente empujando para tirarlo adelante, o mis programas subconscientes trabajando para frenarlo.

El servicio como propósito

Dicen, algunas enseñanzas ancestrales, que el mayor sacrificio del ser humano, al igual que la felicidad más grande, es el servicio a otros, sin dejar de auto cuidarse y preocuparse por uno mismo, ya que el bienestar personal es lo que te permite trabajar por el bien mayor y común para con los demás. A este respecto, Pitágoras decía que: “el servicio concierne con la sabiduría, la armonía y el ritmo, pues cuando esta actitud es usada en su grado más alto, trae iluminación, buenos poderes razonadores y le da a todo lo que toca limpieza y pureza moral”. Algo parecido se le atribuye a Buda al decir que “el servicio es un sacrificio del orden más alto”.

En general, la ayuda mutua, la cooperación entre seres humanos, el trabajar por el prójimo es algo que creo está presente en la mayoría de personas, y, por eso mismo, una de las formas de rebajar esta tendencia innata en la mayoría de corazones es potenciando todo aquello que nos infravalore consciente o inconscientemente. Este tipo de comportamientos salen a la luz cuando se producen catástrofes, desastres naturales o eventos por el estilo, donde todo el mundo se olvida por un ratito de si mismo y de sus problemas y sale la parte más pura y noble para intentar ayudar a los demás de alguna forma u otra.

Pero el sistema bajo el que funcionamos conoce el potencial de servicio al prójimo, y no deja de ser otro de los parámetros de trabajo de la maquinaria de programación que se nos inculca, el reducir ese potencial y esa actitud de cooperación mutua, de lo contrario, la humanidad que podríamos ser transformaría el planeta en un santiamén. Como dice una frase que leí hace poco: “No dudes nunca de que unas pocas personas comprometidas pueden cambiar el mundo, de hecho, son los únicos que lo han conseguido.” Como siempre, añado, comprometidos con cambiar su mundo interior, para que eso cambie el mundo de ahí fuera. Ya nos entendemos y sabemos de que se trata, por la cantidad de veces que hemos hablado de ello en el blog.

El programa de infravaloración

La infravaloración es un programa como cualquier otro, un sentimiento si se quiere, pero no deja de ser un componente que aparece en una o varias esferas menta

Las plantas tienen nuestro cinco sentidos y quince más..




Las plantas...Stefano Mancuso, neurobiólogo vegetal

Tengo 49 años. Vivo en Florencia, soy docente de la universidad. Fundé y dirijo el Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal. En Europa las personas válidas no están interesadas en hacer política, que se ha dejado a personas de segundo o tercer nivel. Soy católico.

-¿Las plantas sienten?

Mucho más de lo que sentimos los animales. Y no es mi opinión o percepción, es una evidencia científica.

-No es usted un iluminado.

No. Sabemos que perciben los cambios eléctricos, el campo magnético, el gradiente químico, la presencia de patógenos...

-¿Oyen, ven...?

Las plantas tienen nuestros cinco sentidos y quince más. No tienen ojos y oídos como nosotros, pero perciben todas las gradaciones de la luz y las vibraciones sonoras.

-¿Y les gusta la música?

Ciertas frecuencias, sobre todo las bajas (entre los 100 Hz y los 500 Hz), favorecen la germinación de las semillas y el crecimiento de las plantas hacia la fuente de ese sonido, que equivale a frecuencias naturales como la del agua que corre, pero hablar o cantar a las plantas es perder el tiempo.

-¿Hay sonidos bajo tierra?

Se ha descubierto que las raíces producen sonido y son capaces de percibirlo. Eso sugiere la existencia de una vía de comunicación subterránea.

-Tampoco tienen nariz.

Su olfato y gusto son muy sensibles. Perciben las moléculas químicas, es su modo de comunicación, cada olor es un mensaje. Y tienen tacto, basta ver a cámara rápida cómo palpa una planta trepadora.

-¿Y dice que se comunican?

Se comunican con otras plantas de la misma especie a través de moléculas químicas volátiles, mandan por ejemplo mensajes de peligro. Si un insecto se le está comiendo las hojas, la planta produce al instante determinadas moléculas que se difunden kilómetros y que avisan de que hay un ataque en curso.

-¿Y cómo se defienden?

De muchas maneras. Pueden aumentar sus moléculas venenosas o producir proteínas indigeribles para el insecto. Muchas plantas al ser comidas por un insecto emiten determinadas sustancias para atraer a otros insectos que lo depreden.

-Eso es comunicación entre especies.

Las plantas producen muchas moléculas químicas cuyo único objeto es manipular el cerebro de los animales, en ese contexto se inscriben las drogas.

-Un ejemplo...

Estudios recientes demuestran que un naranjo o un limonero en flor actúa de diferente manera según la cantidad de polen que lleve el insecto. Si lleva mucho polen, aumenta en el néctar la cantidad de cafeína para activar su cerebro, para que se acuerde de esa planta y vuelva. Si lleva poco polen, corta la cafeína.

-¿Inteligencia vegetal?

Si inteligencia es la capacidad para resolver problemas, las plantas son capaces de responder de manera adecuada a estímulos externos e internos, es decir: son conscientes de lo que son y de lo que las rodea.

-¡Eso es mucho!

Hemos ignorado cómo funciona el 99,7% de la vida en el planeta y no podemos permitírnoslo porque nuestra dependencia del reino vegetal incluye -además del aire, la comida y los fármacos- la energía (los combustibles fósiles son depósitos orgánicos).

-Desconocemos el 90 por ciento de las plantas.

En su evolución las plantas han producido millones de soluciones que son muy distintas de las que han producido los animales. Hasta ahora el hombre ha basado su tecnología en cómo estamos hechos nosotros: un centro de mando y una jerarquía de órganos, y así se organizan nuestras sociedades, gobiernos, máquinas...

-Hay otro mundo en el que inspirarnos.

Estudiar las plantas nos dará una cantidad ingente de posibilidades tecnológicas. Por ejemplo, las redes: una red de internet y un conjunto de raíces son muy similares. Pero las plantas son redes vivas, imagine lo que podemos llegar a aprender de ellas.

-¿Son altruistas?

Compiten con otras especies y cooperan si son del mismo clan. Pero hay algunos ejemplos extraordinarios en los que podemos hablar de un alto grado de altruismo. Hay una investigación muy hermosa que se hizo hace cuatro años en Canadá.

-Cuénteme.

Se aisló a un gran abeto del acceso al agua, y los abetos de alrededor le pasaron sus nutrientes durante años para que no muriera. Las plantas son organismos sociales tan sofisticados y evolucionados como nosotros.

-¿Cuidan de su prole?

En las plantas observamos el cuidado parental que observamos en los animales más evolucionados. En un bosque denso, para que un árbol recién nacido adquiera cierta altura para poder hacer la fotosíntesis y ser autosuficiente han de pasar al menos diez o quince años durante los cuales será alimentado y cuidado por su familia.

-¿Dónde tienen el cerebro?

Las neuronas son las únicas células en los animales que producen y transmiten señales eléctricas. En las plantas, la mayor parte de las células de su cuerpo lo hacen, y en la punta de las raíces tienen muchísimas. Podríamos decir que toda la planta es cerebro.

Inma Sanchís lavanguardia.com