Los deseos en sí mismos no son el problema, pues son ellos, precisamente, quienes le da impulso y dirección a la voluntad del ser humano; por tanto, no se trata de eliminar los deseos, sino de controlarlos, de ponerlos al servicio del ser humano. El deseo es la expresión más básica de la voluntad, y esa es la razón por la cual debemos trascenderlo, transmutándolo en realización, pues de no hacerlo, se transforma en fuente de sufrimiento.
Si ahora mismo estás comiendo ciertos alimentos, pero tu deseo te pide otros diferentes, quizá más suculentos, más gustosos, picantes o salados, podrías ceder a dichos deseos, pero en esencia no habría ningún cambio; es decir, la alimentación del cuerpo físico, que es lo que se pretende con la comida, no se ve afectada en gran medida porque sucumbas al deseo o no. De esta manera es como la voluntad puede controlar este y todos los deseos nacidos del gusto. El sufrimiento, en este caso, aparece cuando el individuo no puede acceder, por el motivo que sea, a aquel alimento que está demandando el deseo; la persona, entonces, se queja, se lamenta, se inquieta y sufre. Caso similar se presenta cuando la persona sucumbe reiteradamente a comidas que degradan la salud física, por ejemplo, a los alimentos conocidos como rajásicos y también a los denominados tamásicos (licores, alimentos muy picantes, procesados químicamente, curados o en alto grado de descomposición; aquellos que adormecen el cuerpo, que enturbian los sentidos, que enajenan la razón, etc.). En este caso el sufrimiento también es físico.
Aunque el desear es condición inherente al ser humano –las personas deseamos objetos, cosas, animales, situaciones, caprichos, mejoras, viajes, hijos, vida, muerte… y un largo y complejo etcétera–, es imperativo inquirirse acerca del objeto de deseo. Por ejemplo, ¿qué estás deseando en este instante?, ¿Realmente necesitas ese objeto de deseo?…
Tal como lo comenta A. Bessant:
Así, estudiando al salvaje, vemos que la satisfacción del deseo es la ley de su progreso. ¡Cuán extraño parecerá esto a muchos de vosotros! Manú ha dicho: “Tratar de librarse de los deseos satisfaciéndolos, es pretender extinguir el fuego, con manteca derretida. Es preciso humillar y dominar el deseo. Es preciso sofocar en absoluto el deseo“. Esto es muy realmente verdadero, pero solamente cuando el hombre alcanza un cierto grado de evolución. En las primeras fases la satisfacción de los deseos es la ley de la evolución. Si el hombre no satisface sus deseos, no hay para él progreso posible. Cuando la facultad de iniciación es débil, la razón pobre y poco desenvuelta, el Yo inconsciente de sus altos destinos e influenciado sobre todo por los deseos, cuando él todavía tiene que desarrollarse satisfaciendo la mayor parte si no la totalidad de sus deseos, entonces el Dharma de este hombre es servir y solamente por el cumplimiento de esteDharma puede conformarse a la ley evolutiva que lo llevará a la perfección. […] Voy a presentar un ejemplo que parecerá claro, el de un ejército y un simple soldado a las órdenes de su capitán. Si cada soldado sometiese a su juicio personal las órdenes del general y dijera: “Esto no está bien, porque, a mi modo de ver, hay otro lugar donde yo sería más útil“, ¿qué vendría a ser el ejército? El soldado es fusilado cuando desobedece, porque su deber es la obediencia. ¿Vuestro juicio es débil? ¿Estáis dominado por las influencias exteriores? ¿No podéis ser dichosos más que rodeados de ruido, de tumulto? Entonces vuestro Dharma es servir, cualquiera que sea el lugar de vuestro nacimiento y seréis afortunados si vuestro Karma os coloca en una posición en que la disciplina pueda formaros[1]”.
La corta vida de los deseos
El deseo es la ley del progreso, pero lo es para el salvaje. Desear sí, pero en la medida precisa y con el método adecuado para el propósito sublime deseado. No hay que desear solo por el hecho de desear o por complacer el gusto.
En la pirámide de evolución, el gusto y el deseo están por debajo de la mente, es por ello que ésta puede controlar aquellos. La mano que da siempre está por encima de aquella que recibe. ¿Te das cuenta que deseamos aquello que no poseemos? Y que cuando lo obtenemos, ¿ya no lo deseamos? El deseo tiene una vida ciertamente corta y superficial. Alcanzar o no el objeto deseado son dos extremos en los cuales puede haber sufrimiento, tal como el éxito y el fracaso no son más que las dos caras de una misma moneda. Es por esto que el Pensador, es decir, el verdadero ser de luz que todos somos, se esfuerza en no experimentar ni satisfacción cuando logra, ni frustración cuando no logra, porque es en este ir y venir entre estos dos extremos donde se encuentra el sufrimiento.
Un ejemplo parroquial de esta situación se presenta cuando padecemos hambre y luego comemos demasiado. En ambos casos experimentamos sufrimiento físico, esto es claro, pero tal como lo anotábamos anteriormente, ¿Qué sucede con el sufrimiento causado más allá del cuerpo físico?
Una de las condiciones esenciales del deseo es que no tiene fin. Si deseamos, por ejemplo, poseer mucho dinero caemos en un bucle sin fin en donde la tenencia de un millón de dólares nos lleva a desear otro millón, y luego otro más y más, hasta convertirnos en un hueco que no termina por ser llenado, que no da, solo recibe. Tanto la avaricia como la generosidad pueden ser ilimitadas en la expresión, todo depende de la persona que las posea. Los vicios como las virtudes no son en sí mismos tan diferentes, todo depende del uso que les demos y de la trasmutación que de los primeros hagamos. Precisamente y en relación con la dualidad, una de las grandes certezas a que el ser humano puede llegar en esta existencia es la comprensión de la importancia y la verdad que encierra “el mal”.
Decía A. Cortes: “Que suerte he tenido de nacer para comprender que el bueno y el perverso son dueños por igual del universo”. Aceptar que el deseo no tiene fin y que el mal es parte importante del universo nos permite hallar una gran verdad: el deseo, como el mal, se destruye a sí mismo en un proceso involutivo o de retroceso que, al final, alimenta al mismo universo. Por tanto, el problema esencial radica, no en el concepto puro del mal o del deseo, sino en sus expresiones humanas, siendo una de ellas, el sufrimiento. Sufrimos porque terminamos apegados al objeto del deseo, al mal que podemos hacerle a otras personas, animales o cosas y porque desconocemos la inevitable certeza acerca de que ese “mal” se revierte tarde o temprano contra su creador.
Una comida en descomposición no es el problema, como tampoco lo es el veneno que encierra un frasco. El sufrimiento y el dolor aparecen cuando ingerimos –por ignorancia o a consciencia- tales elementos, o cuando terminamos identificados con los objetos que poseemos y consideramos que la vida carece de sentido sin ellos. ¡Esto se pone interesante! Sigamos un poco más adelante…
[1] Bessant, Annie. Dharma. Edición online.
Autor: Joss Perez
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