He sido, la mayor parte de mi vida, un pequeño yo triste y solitario, una ola deprimida en el océano cósmico de la vida. Me sentía totalmente separado de ese océano, y vivía en lucha constante conmigo mismo y con los demás, sin disfrutar jamás de un solo momento de descanso. Pasé muchos años intentando desesperadamente encajar, triunfar, conectarme con los demás, encontrar el amor, descubrir mi sitio en el mundo, pero, a pesar de todos mis esfuerzos, caí en una depresión cada vez más profunda.
Culpaba a todo y a todos de cómo me sentía: mis genes, la química de mi cerebro, la educación que recibí, mis padres, mis amigos, mi jefe, la crueldad de la vida, nuestra sociedad obsesionada con el dinero, los medios de comunicación, los carnívoros, los políticos, las corporaciones, los “malhechores”…
Mi desdicha nada tenía que ver conmigo, o eso creía yo. Era la única respuesta posible a una vida que se había vuelto contra mí. La vida era cruel, era injusta, era hostil; la vida me había maldecido. La culpaba de mi desdicha, y sentía que tenía perfectamente derecho a hacerlo. “Si hubieras pasado por lo que yo he pasado, ¡tú también te sentirías como yo!”: así es como me gustaba justificar mi desdicha ante los demás.
La vida no había estado a la altura de mis expectativas, la gente me había defraudado y, por más que lo intentara, no tenía ningún control sobre el rumbo que mi existencia había tomado. A consecuencia de todo ello, acabé postrado en cama, sin energía para levantarme, asqueado, con un sentimiento de opresión y ganas de morir, sin fuerzas ni ánimo para hacer frente al día que se presentaba. ¿Qué sentido tenía salir de la cama? Detrás de la puerta de mi habitación, lo único que me esperaba era más desdicha. Sabía lo que era la vida, y quería eludirla a cualquier precio. La vida era dolor, y yo no quería sentir dolor.
¿Cómo había terminado así? En pocas palabras, a lo largo de los años había forjado muchas ideas sobre cómo debería ser la vida. Había recopilado muchas creencias acerca de la realidad, muchas teorías sobre la manera en que realmente funcionaban las cosas, muchos conceptos sobre lo que debía y no debía suceder en el mundo. Había llegado a infinidad de conclusiones sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal, sobre lo que era bueno y era malo, lo que era normal y anormal, apropiado e inapropiado.
Y tenía muchas imágenes de mi mismo que había intentado sostener en pie, muchas exigencias sobre cómo quería que los demás me vieran y cómo quería verme a mí mismo. Deseaba ver y que los demás vieran en mí a un triunfador, a un hombre atractivo, inteligente, generoso, bueno, compasivo y virtuoso. Pero la vida se interponía continuamente en mi camino impidiendo que se cumplieran mis deseos; la vida, sencillamente, no me dejaba ser quien yo quería ser. La vida no me entendía. Nadiecaptaba quién era yo. ¡Nadie me entendería jamás! El hecho de ver frustradas mis expectativas de la vida y de juzgarme, además, a mí mismo continuamente me acarreaba dolor, y yo detestaba el dolor y no quería tener que soportarlo ni un minuto más.
A pesar de todo, alrededor de los veinticinco años, tras una serie de percepciones muy lúcidas, empecé a entender con claridad que, en el nivel básico, la depresión que sufría era en realidad la experiencia de mi profunda resistencia a la vida. No es que experimentara algo ajeno a mí llamado depresión. No es que algo llamado depresión me estuviera sucediendo. Lo que experimentaba era mi propia guerra interior con la manera de ser las cosas y, en la raíz de esa guerra, estaba mi propia ignorancia de quien era realmente.
Había dejado de ver la completud de la vida; había olvidado cuál era mi verdadera naturaleza, e, indignado, me había lanzado a combatir la experiencia presente. Incapaz de darme cuenta de quién era en realidad, e identificándome por tanto como un “yo” separado, había entrado en guerra con el momento presente.
La depresión estaba enteramente relacionada con mi forma de ver el mundo: con los juicios que hacía de él, las creencias que tenía de él, las exigencias que albergaba sobre cómo debería de ser este momento. Por debajo de aquella tentativa de controlar mi vida con el pensamiento, estaba el miedo a los desafíos, a las pérdidas y, en última instancia, a la muerte.
La resistencia que se oponía a la vida me llevó a una depresión extrema, suicida…, pero todos estamos desconectados de la integridad en mayor o menor medida, y el grado en que nos desconectamos de la integridad es el grado en que sufrimos. Yo me había desconectado de la vida totalmente, y el sufrimiento se hizo insoportable.
Me había convertido en un cadáver andante, pero no era la vida la culpable de ello; inocentemente, lo había hecho yo, en mi porfiada búsqueda de una integridad futura que nunca iba a llegar.
En la raíz de la depresión estaba el sentimiento de que yo era una persona separada…, un yo individual, una entidad desvinculada de la vida en sí y apartada de este momento. Y aquel yo individual tenía que encontrar la manera de mantener, sostener y sustentar algo llamado “mi vida”…, de orquestarlo, de hacer que tomara la dirección en la que yo quería que fuera, de tener el control sobre ello. Eso es lo que me había enseñado desde muy niño, y eso es lo que el mundo me había estado gritando: se esperaba de mí que tomara las riendas de mi vida, que supiera lo que quería y fuera capaz de lanzarme a conseguirlo.
Los demás parecían saber todos dónde estaban, qué hacían, adónde iban, y yo, en cambio, era incapaz de sostener en pie el relato de mi vida sin que me cayera encima y me aplastara. La depresión fue la experiencia de no ser capaz de mantener mi vida en pie y de sentir, como consecuencia, que mi vida, literalmente, me deprimía.
En la actualidad, veo que a todos nos “deprime” ( del latín premere, “presionar”, y de, “hacia abajo”) el peso de nuestras vidas, el peso de nuestra historia y de nuestros futuros imaginados. En este sentido, puede decirse que ¡todos estamos deprimidos en mayor o menor medida!, pese a que solo cuando el peso se vuelve prácticamente imposible de acarrear nos atribuyamos el calificativo de “deprimidos” y nos separemos de nosotros mismos y de los demás.
Aunque no todos suframos de depresión clínica, todos vamos por ahí cargados con un relato de nosotros mismos que hemos ido elaborando, intentando hacer que nuestra vida vaya por donde queremos que vaya. Y, en uno y otro nivel, todos fracasamos en esa tentativa de ser quienes no somos.
Mi sufrimiento tomó forma de depresión, angustia existencial, timidez enfermiza y total falta de intimidad en mis relaciones. Pero todos sufrimos a nuestra manera; ahora bien, o vemos en el sufrimiento un estado terrible que se ha de evitar a toda costa o lo vemos por lo que realmente es: una señal muy clara que nos indica el camino de vuelta a casa.
En medio de la depresión extrema, brilló de pronto otra posibilidad: quizá mi fracaso al intentar sostener mi vida no fuera en realidad una enfermedad, una perturbación mental ni una señal de debilidad o de disfunción.
Quizá, de entrada, aquella no fuera mi vida, la vida que debía sostener en pie, y yo no fuera quien pensaba que era. Quizá la verdadera libertad no tuviera nada que ver con ser una ola mejor dentro del océano, con perfeccionar el relato de mí mismo que me contaba.
Quizá la libertad tenía que ver sola y exclusivamente con despertar del sueño en el que somos olas separadas, y con abrazar todo lo que aparece en el océano de la experiencia presente. Quizá ese fuera mi trabajo, mi verdadera vocación en la vida: aceptar profundamente la experiencia presente, desprenderme de todas las ideas sobre cómo debería ser este momento, en vez de empeñarme en sostener una falsa imagen de mí mismo.
Empecé a perder interés en fingir que era lo que no era . Empecé a perder interés en oponer resistencia al momento presente. Empecé a enamorarme de la experiencia presente. Descubrí la profunda aceptación inherente a cada pensamiento, a cada sensación, a cada sentimiento, y el sufrimiento comenzó a caer en picado. Me di cuenta de que no era un ser defectuoso ni nunca lo había sido, y de que esto era igualmente aplicable a todos los demás seres humanos del planeta.
El sufrimiento humano puede parecer tan insondable, incontrolable, impenetrable…, un problema demasiado descomunal para poder remediarlo. A veces parece tan sin sentido, tan inexplicable y tan fortuito y repentino que lo único que uno puede decir es: “¿Qué me pasa? ¿Qué es lo que estoy haciendo mal?”, “¡Debe de ser por mí, por mi forma de ser!”, “Será que es mi sino sufrir así!”, “Seguro que es la genética, o algún desequilibrio químico del cerebro”.
Yo no creo que haya nadie fundamentalmente incapacitado para la vida, que nadie tenga que sufrir, que haya ninguna desdicha predestinada o inherente a nosotros en modo alguno.
Lo que sí veo es que mucha gente busca, intentando escapar de lo que piensan y sienten en el momento. Oponer una resistencia férrea a la experiencia presente, pero no se dan cuenta de que es eso lo que hacen, y tienen así la sensación de que el sufrimiento les invade, casi como si les llegara del exterior y fueran víctimas de él. Si se dieran cuenta de la magnitud de su resistencia al momento, no tendrían que seguir recurriendo a todo tipo de extrañas teorías para explicar o justificar su sufrimiento.
Dejarían de culpar de su sufrimiento a la vida, dejarían de culparse a sí mismos, a los demás o a las circunstancias; dejarían de culpar a la alineación de los planetas o de las estrellas, a las fuerzas electromagnéticas o las energías cósmicas, a su karma, a su gurú, a Dios o al diablo, y serían responsables en el auténtico sentido de la palabra: capaces de responder a la vida tal como es en este mismo instante, y no a la vida como imaginan que es o que debería ser.
Todo mi sufrimiento resultó ser un regalo, no una maldición. La depresión apareció para hacerme ver -de la manera más dramática que cabe- hasta qué punto me había desconectado de la vida. Visto así, el sufrimiento siempre es una señal que nos indica el camino de vuelta a la integridad.
Con frecuencia, solo cuando empezamos a sufrir comenzamos a escuchar a la vida. Así que, de algún modo, a todos se nos provee de la cantidad de sufrimiento exacta que necesitamos para reconocer quiénes somos realmente.
Cada ola es una expresión única del océano, y cada ola sufrirá de una manera distinta.Tu sufrimiento es tu invitación sin par a que retornes al océano.
Mi depresión apuntaba directamente al despertar espiritual. Mi depresión indicaba que el camino de vuelta a quien soy realmente, que está siempre en profundo reposo; era una invitación a soltar la carga de mi pesado relato sobre el pasado y el futuro, y a descansar profundamente en la experiencia presente; era una invitación a despertar del sueño de la separación. Solo que tardé cierto tiempo en aceptarla.
Comprender que nada exterior a nosotros provoca en realidad el sufrimiento es la clave de una increíble libertad. Las circunstancias nunca pueden ser realmente la causa de nuestro sufrimiento; es siempre la respuesta que damos a las circunstancias la que nos hace sufrir.
Sufrimos solo cuando buscamos la forma de escapar de ciertos aspectos de nuestra experiencia presente, y al hacerlo, nos separamos de la vida y entramos en guerra con nosotros mismos y con los demás – a veces de manera obvia y a veces de manera muy sutil-. Nuestro sufrimiento tiene sus raíces en la negativa a sentir lo que sentimos, a experimentar lo que experimentamos ahora mismo.
El sufrimiento es inherente a nuestra guerra con la vida tal como es, inherente a la ceguera que nos impide ver que todo lo que sucede en el momento está siempre aceptado, en el sentido más profundo.
***Texto extraído del libro de Jeff Foster, “La más profunda aceptación (Despertar Radicalmente a la vida ordinaria)” una lectura que recomiendo por su belleza y profundidad. <3
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